VI PATIENTIA; (inscripción
de las monedas que Adriano acuña al final de su mandato)
Adriano
cuenta a Marco como prefiere la muerte a la enfermedad, hasta el punto
de querer suicidarse:
“Hace
años, di mi permiso al filósofo Éufrates para que se suicidara. Nada parecía
más simple; un hombre tiene el derecho de decidir en qué momento su vida cesa
de ser útil. Yo no sabía entonces que la muerte puede convertirse en el objeto
de un ciego ardor, de una avidez semejante al amor.”
“Por
una íntima contradicción, la ansiedad de la muerte sólo dejó de imponerse en mí
cuando los primeros síntomas de mi enfermedad aparecieron para distraerme de
ella. Volví a interesarme en esa vida que me abandonaba; en los jardines de
Sidón deseé apasionadamente gozar de mi cuerpo algunos años más”
“Estaba
de acuerdo en morir; pero no en asfixiarme; la enfermedad nos hace sentir
repugnancia de la muerte, y queremos sanar, lo que es una manera de querer
vivir. Pero la debilidad, el sufrimiento, mil miserias corporales, no tardan en
privar al enfermo del ánimo para remontar la pendiente; pronto rechazamos esos
respiros que son otras tantas trampas, esas fuerzas flaqueantes, esos ardores
quebrados, esa perpetua espera de la próxima crisis.”
“El
mal principal va acompañado de un cortejo de afecciones secundarias. Mi oído no
es tan agudo como antes; ayer, sin ir más lejos, me vi obligado a rogar a
Flegón que repitiera una frase, y me sentí más avergonzado de eso que de un crimen.”
“Pero
la solicitud de mis amigos equivale a una vigilancia constante: todo enfermo es
un prisionero.”
Quiere
que le "suiciden", menuda responsabilidad:
“Para
preparar mi suicidio necesitaba tomar las mismas precauciones que un asesino
para dar el golpe.
“Pensé
primeramente en Mástor, mi montero mayor, hermoso sármata brutal que me sigue
desde hace años con una abnegación de perro lobo y que a veces se encarga de
velar a mi puerta por la noche. Aproveché de un momento de soledad para
llamarlo y explicarle lo que quería de él. Al principio no comprendió; luego la
luz se hizo en él y el espanto crispó su hocico rubio. Mastor me cree
inmortal;”
“No ignoraba que
Iollas había descubierto en el palacio de Alejandría la fórmula de los venenos
extraordinariamente sutiles que en otros tiempos utilizaban los médicos de
Cleopatra.”
“Me comprendió
inmediatamente; me compadecía, aunque estaba obligado a darme la razón, pero su
juramento hipocrático le vedaba prescribir una droga nociva a un enfermo bajo
ningún pretexto. Negóse refugiándose en su honor de médico. Insistí, exigí,
empleando todos los medios posibles para inspirarle piedad o comprometerlo; él
ha sido el último hombre a quien he suplicado algo. Vencido, me prometió
finalmente ir en busca de la dosis de veneno. Lo esperé en vano hasta la noche.
Algo más tarde me enteré horrorizado de que acababan de encontrarlo muerto en
su laboratorio, con una ampolleta de vidrio en la mano. Aquel corazón, puro de
todo compromiso, había encontrado la manera de ser fiel a su juramento sin
negarme nada.”
“El fin de Iollas,
fiel a su deber de médico, me exhorta a satisfacer hasta el fin lo que el
oficio de emperador reclama. Patientia… Ayer vi a Domicio Rogato, procurador de
la moneda y encargado de una nueva emisión; le di esa divisa, que será mi
última consigna.”
“La hora de la
impaciencia ha pasado; en el punto en que me encuentro, la desesperación sería
de tan mal gusto como la esperanza. He renunciado a apresurar mi muerte.”
Siguen
creyéndole un dios, y a él le sigue gustando:
“Te
he dicho ya por qué esa creencia tan beneficiosa no me parece descabellada. Una
vieja ciega ha llegado a pie desde Panonia; emprendió tan inmenso viaje para
pedirme que tocara con el dedo sus pupilas apagadas; al contacto de mis manos
recobró la vista, tal como su fervor lo había previsto; su fe en el
emperador-dios explica el milagro. Se han producido otros prodigios; hay
enfermos que dicen haberme visto en sueños, como los peregrinos de Epidauro ven
a Esculapio, y pretenden haber despertado sanos, o por lo menos aliviados.”
“No
me comparan como antes a Zeus radiante y sereno, sin a Marte Gradivo, dios de
las largas campañas y la austera disciplina, y al grave Numa inspirado por los
dioses; en estos últimos tiempos mi rostro pálido y demacrado, mis ojos fijos, mi
gran cuerpo rígido por un esfuerzo de voluntad, les recuerdan a Plutón, dios de
las sombras.”
El
dios Antínoo y su ciudad:
“El
culto de Antinoo parecía la más alocada de mis empresas, desbordamiento de un
dolor que sólo a mí concernía. Pero nuestra época está ávida de dioses;
prefiere los más ardientes, los más tristes, los que mezclan al vino de la vida
una amarga miel de ultratumba. En Delfos el niño se ha convertido en Hermes,
guardián del umbral, amo de los oscuros pasajes que conducen a las sombras.”
“He
vuelto a ver a Fido Aquila, gobernador de Antínoe, en ruta hacia su nuevo
puesto en Sarmizegetusa.”
“Cada
tres años tienen lugar juegos conmemorativos en Antínoe, así como en
Alejandría, Mantinea, y en mi amada Atenas. Las fiestas trienales se repetirán
este otoño, pero no espero durar hasta el noveno retorno del mes de Atir.”
Sus
fantasmas:
“A
veces, en contadas ocasiones he creído sentir el roce de una acercamiento, un
ligero contacto, leve como el de las pestañas, tibio como el interior de la
palma de una mano. Y la sombra de Patroclo aparece junto a Aquiles…”
“Sólo
me diferencio de los muertos en que me está dado asfixiarme todavía un momento
más; en cierto sentido su existencia me parece más segura que la mía. Antínoo y
Plotina son por lo menos tan reales como yo.”
Desconfianza
en las teorías de la inmortalidad:
“Puede
ser después de todo que tengan razón, y que la muerte esté hecha de la misma
materia fugitiva y confusa que la vida. Desconfío de todas las teorías de la
inmortalidad; el sistema de retribuciones y de penas deja frío a un juez que
conoce la dificultad de juzgar.”
Los
sueños:
“Durante
ciertos periodos de mi vida he tomado nota de mis sueños, para discutir su
significación con los sacerdotes, filósofos y astrólogos. La facultad de soñar,
amortiguada des hacía años, me ha sido devuelta en estos meses de agonía; los
incidentes de la vigilia parecen menos reales y a veces menos importunos que
mis sueños”
“Hace
unos días estaba en el oasis de Amón, la tarde de la caza del león. Me sentía
feliz, y todo ocurrió como en los tiempos en que era dueño de mi fuerza:
Herido, el león se desplomó, para levantarse nuevamente mientras yo me
precipitaba para rematarlo. Pero esta vez mi caballo, encabritándose, me tiró
al suelo; la horrible masa ensangrentada rodó sobre mí y sus garras me
desgarraron el pecho; desperté en mi aposento de Tíbur pidiendo socorro.”
“También
los presagios se multiplican; ahora todo parece una intimidación, un signo.”
La
paciencia:
“Mi
paciencia da sus frutos. Sufro menos, y la vida se vuelve casi dulce. No me
enojo ya con los médicos; sus tontos remedios me han condenado, pero nosotros
tenemos la culpa de su presunción y su hipócrita pedantería; mentirían menos si
no tuviéramos tanto miedo de sufrir.”
La
vida:
“La
vida es atroz, y lo sabemos.”
“Vendrán
las catástrofes y las ruinas: el desorden triunfará, pero también, de tiempo en
tiempo, el orden.”
El
fin se aproxima:
“Me
felicito de que el mal me haya dejado mi lucidez hasta el fin; me alegro de no
haber tenido que pasar por la prueba de la extrema vejez, de no estar destinado
a conocer ese endurecimiento, esa rigidez, esa sequedad, esa atroz ausencia de
deseos.”
“Mínima
alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo, descenderás a
esos parajes pálidos, rígidos y desnudos, donde habrás de renunciar a los
juegos de antaño.”
“Tratemos
de entrar en la muerte con los ojos abiertos…”
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