Las ventanas de Manhattan se incendian. La luz penetra a
través de las ventanas, sacude las viejas casas de ladrillo, salpica de confeti
la armadura del tren aéreo. Los gatos abandonan las latas de basura, las
chinches abandonan los miembros sudorosos, el cuello regordete y tierno de los
niños dormidos…
Todo estaba ardiente, sudoroso,
polvoriento, comprimido por policías y trajes domingueros.
Olía a gasolina, a asfalto y a menta, a polvos de talco, a
perfumes.
El viento cálido traía del río el largo gemido de una sirena.
Las primeras luces violetas de la mañana enrojecían la
bombilla como un ojo insomne.
Fachadas soleadas bordeaban el
parque sur y al este; por el oeste tenían sombras violetas.
De las luces oblicuas y de las sombras espesas salía un olor
a hojas polvorientas y a hierba pisada.
El sendero entre las redondas manchas de los arcos voltaicos
se hundía en la oscuridad.
Detrás de Jersey el sol se hundía en tumultuosas olas de azafrán.
Bajamar en las calles céntricas… pleamar en el Bronx.
Al otro lado de Park Avenue, el cielo azul de llama estaba
rayado por la roja armazón de vigas de un edificio nuevo. Más allá, hacia el
noroeste, subían las nubes abriéndose compactas como coliflores.
Los árboles de Madison Square, de un verde brillante,
parecían helados en un cuarto oscuro.
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